En un cuarto de siglo, ha eliminado a todos sus enemigos, declarado varias guerras, anexionado territorios y construido una monolítica vertical de poder que muestra ya signos de anacronismo
El presidente ruso, Vladímir Putin, cumplió el 31 de diciembre 25 años de poder absoluto, un cuarto de siglo en el que ha eliminado a todos sus enemigos, declarado varias guerras, anexionado territorios y construido una monolítica vertical de poder que muestra ya signos de anacronismo.
Reelegido en marzo pasado por otro mandato de seis años, ya ha encontrado su lugar en la historia. Putin quiere pasar a los anales como el mandatario que devolvió el orgullo imperial a los rusos, humillados tras la caída de la Unión Soviética en 1991.
Un imperio no puede ser una democracia, pero la paciencia de los rusos, aunque bíblica, tiene un límite. El coste de la victoria en Ucrania será la vara de medir la fina línea que separa el éxito del fracaso para el jefe del Kremlin.
Absolutismo, religión y nacionalismo
Como si de un zar se tratara, Putin ha ejercido en estos 25 años el absolutismo más despiadado en política; mostrado una fe ciega en la Iglesia Ortodoxa -Rusia es la nueva reserva moral ante el liberalismo estéril- y promovido la ideología nacionalista mesiánica del mundo ruso.
Si en sus primeros años se dejaba aconsejar, a partir de 2012 -justo después de la muerte del libio Muamar el Gadafi– instauró un régimen personalista en el que él tiene siempre la última palabra.
Las decisiones colegiadas, que caracterizaban al Comité Central y al Politburó en tiempos soviéticos, han sido sustituidas por un Consejo de Seguridad en el que no cabe el disenso. El partido del Kremlin y el Parlamento son meros comparsas.
Con la reforma constitucional, que le permite perpetuarse en el poder hasta 2036, cruzó un Rubicón en el que ya no hay marcha atrás. Putin se apoya en la Iglesia para convencer al pueblo de que tiene un mandato cuasi divino, como los zares.