La guerra en Ucrania ha sido para países como Polonia una lanzadera para lavar su imagen pública. Turquía araña en el marco bélico actual concesiones impensables. Y Sánchez, Macron o Biden lo aprovechan para sacar músculo internacional con sus casas en llamas.
Cuando las cosas van mal dentro, ve fuera. Desde el británico Boris Johnson hasta el presidente español Pedro Sánchez lidian con fuertes tensiones internas en términos políticos y socioeconómicos. La región euroatlántica pasó casi sin transición una pandemia sanitaria con el regreso de la guerra a Europa. Y ambos acontecimientos han provocado graves consecuencias económicas y sobre la salud mental de miles de ciudadanos.
En el caso de España, la respuesta a la guerra ha desatado una de las mayores tensiones entre los socios de Gobierno, PSOE y Unidas Podemos. Madrid ha enviado armamento a Ucrania y fortalecido su presencia militar en el flanco oriental bajo la bandera de la OTAN, todo ello bajo la atenta mirada y la postura incómoda de la formación morada, cuyo ADN es la apuesta por el diálogo y la desmilitarización.
Con este escenario llegaba el presidente español como anfitrión de la cumbre de la OTAN celebrada esta semana en Madrid. Y lo hacía en uno de los momentos más difíciles de esta legislatura: con el peor resultado de la historia del PSOE en unas elecciones andaluzas, con la herida todavía abierta de la crisis con Argelia y con la tragedia de Melilla.
La apuesta de La Moncloa ha sido reforzar la imagen internacional de Sánchez para eclipsar y minimizar los fuegos que se suceden en el país. El presidente aprovechó la cumbre «histórica» de la Alianza Atlántica, que deja como una de las mayores conclusiones el incremento de la militarización de las fronteras europeas, para anunciar que España duplicará el gasto en defensa –de 1,01% del PIB al 2%– en los próximos años y para consolidar su imagen de liderazgo –materializado en un frenesí de entrevistas a medios internacionales– en la arena global.
Erdogan, el gran triunfante
Pero la estrategia del español para aprovechar el momentum de guerra actual y redirigir así la atención mediática encuentra muchos compañeros de viaje en los liderazgos de la Alianza Atlántica. El más notorio es probablemente el caso de Recep Tayyip Erdogan. El mandatario turco ha sido el gran triunfante de la cumbre de Madrid: Suecia y Finlandia han cedido a sus demandas sobre envío de armas y extradiciones de decenas de militantes kurdos que Ankara califica de «terroristas».
Fuentes aliadas reconocían poco antes de la celebración de la cumbre que el plan del turco respondía a una cuestión meramente nacional. La economía del país está en caída libre, el próximo año se celebran unas elecciones cruciales para la continuidad del hombre fuerte del Bósforo y cada vez que decía ‘no’ a la ampliación de la OTAN subía en las encuestas. Y Ankara no ha dicho la última palabra. Advierte de que está dispuesta a bloquear el acceso de los nórdicos sino se producen las extradiciones que exige. Un procedimiento que podría ocurrir, ya que la entrada de Estocolmo y Helsinki en el foro de defensa todavía deber ser ratificada por los 30 parlamentos nacionales. El propio Erdogan ya recordó a su paso por Madrid que Macedonia del Norte tardó dos décadas en ser un miembro de la Alianza por el veto griego.
Al igual que Erdogan, el enfant terrible de la OTAN, Víktor Orbán, su hermanastro en clave europea, también ha rentabilizado la guerra en Ucrania. Su política de plantar cara a Bruselas y edulcorar las sanciones energéticas para «defender la economía de los ciudadanos» húngaros fue muy importante en su victoria electoral del pasado mes de abril. El turco y el líder magiar, los más cercanos a Vladimir Putin en la Alianza y en el bloque comunitario respectivamente, han leído muy bien las cartas. El eje occidental tiene como prioridad preservar la unidad y lanzar mensajes y acciones contundentes contra Moscú. Y los dos países han canalizado este anhelo tan emocional para obtener unas concesiones internas que difícilmente habrían logrado en otras circunstancias.
Quien sabe mucho de ello es Polonia. Otro de los países que más se ha beneficiado en términos de lavado de imagen pública a raíz de la invasión rusa a Ucrania. Varsovia ha pasado de ser la oveja negra de Bruselas por sus continuos desmanes al Estado de Derecho a uno de los protegidos por liderar la postura del ala dura contra Rusia y abrir sus puertas a más de tres millones de refugiados ucranianos. El premio llegó en forma de la aprobación de la Comisión Europea a su plan de recuperación, mientras que el Gobierno del ultraconservador Partido Ley y Justicia (PiS) –aliados de Vox en la Eurocámara- continúa dilapidando la separación de poderes y los derechos fundamentales a nivel interno.
En el otro lado del canal de La Mancha, el primer ministro británico visitó la capital ucraniana por segunda vez desde el inicio de la guerra tan solo diez días de superar in extremis una moción de censura por el bautizado como ‘partygate’. El premier tory cuenta con una revuelta en las filas conservadoras y tiene al 40% del Parlamento en contra. En las últimas horas, se ha enzarzado en una disputa diplomática con Vladmir Putin tras burlarse de su torso al descubierto en un vídeo de campaña donde el ruso aparece montado a caballo. «Debería dejar antes la bebida si él quiere desnudarse», ha replicado el inquilino del Kremlin. En línea con España y en la tendencia generalizada en Europa de multiplicar el gasto militar, Londres también ampliará su presupuesto en gasto hasta el 2,5% de su PIB.
El eje franco-alemán, las dos caras
Ya antes de la implosión de la contienda, el presidente galo anhelaba tener un papel mucho más activo y protagonista en la arena global. Emmanuel Macron es un nostálgico de la época dorada de Francia como gran potencia y ahora su margen de acción en el exterior es rehén de las discrepancias en el seno europeo y los intentos para tener una postura común. El ex banquero es el líder occidental que más veces ha hablado con Vladimir Putin desde el 24 de febrero, jornada que marca el inicio de la guerra. Y ansía erigirse como el mandatario que allane el camino hacia unas conversaciones de paz que no deberían «humillar» a Putin. Pero su músculo en el exterior contrasta con su tormenta interna. Las calles siempre le han afeado ser un líder desconectado de la realidad de los franceses y frío. Todo ello llega en pleno descalabro de las elecciones legislativas del mes pasado, en las que Macron perdió su mayoría absoluta parlamentaria, lo que le dificultará –y mucho– la gobernabilidad y la legislatura.
Por su parte, el mandatario norteamericano arrastra meses de tensiones sociales en el otro lado del Atlántico el debate para el control de las armas o la decisión reciente del Tribunal Supremo norteamericano de derogar el derecho al aborto. Joe Biden aterrizó en la Casa Blanca con la prioridad de hacer política interna para cohesionar a una sociedad muy polarizada tras el paso del huracán Trump y para impulsar la recuperación económica. Pero su discurso duro contra Vladimir Putin y su constante pulso del acelerador para enviar material militar tanto a Ucrania como a las fronteras orientales de la UE le están ayudando a forjar una imagen de liderazgo que no encontraba dentro de casa.
La excepción de esta radiografía viene de la mano del canciller alemán Olaf Scholz. El papel del principal motor económico de la UE es uno de los más complicados debido a su pasado con Moscú y a su fuerte dependencia comercial y energética. Para Berlín, la guerra ha supuesto muchas divisiones y debates morales. El país ha tomado decisiones impensables como romper su doctrina de no enviar material militar a un país en guerra y duplicar su gasto en defensa. Pero lo ha hecho a costa de intensos debates morales y fuertes presiones de Los Verdes y los liberales, los compañeros de viaje de Scholz en la coalición del semáforo.