La Amazonía invisible de Bolivia y sus guardianes

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Aquí, la cola del mal se trepa por las ramas de los árboles y espía por las ventanas pequeñas de las chozas de los indígenas para intentar meterse en sus sueños profundos que solo concede el bosque.

Aquí, en la Amazonía boliviana —desconocida para el mundo— el mal tiene diferentes caras y dientes y su ojo delator se esfuerza por descubrir a los guardianes de la selva, que no se rinden.

Cuando los tiene en la mira, va a por ellos, les hace la vida imposible y les arma un infierno, les hace sentirse amenazados en su propia casa y los persigue vayan donde vayan. Pero la fuerza con la que enfrentan los custodios de la Amazonía sudamericana, el bosque tropical más grande del mundo, donde Bolivia tiene un pedazo de mapa de 824.000 kilómetros cuadrados, que representa el 70% de su territorio nacional y el 11 por ciento de toda la cuenca amazónica continental, no decae ante las arremetidas con las que el mal intenta derribar el escudo protector que los indígenas heredaron de sus ancestros.

El mal, en este punto remoto del planeta, está representado por el apetito desmedido de la deforestación que ubica a Bolivia entre los tres países del mundo con mayor pérdida de su bosque primario tropical y que durante 2022 —según el informe presentado por Global Forest Watch del Instituto de Recursos Mundiales— se deshizo de 386.000 hectáreas, (3.860 km2), un aumento del 32% en comparación a 2021.

En Bolivia, solo en un año, 2022, se ha desmontado el bosque primario tropical a una velocidad comparable a 1.057 canchas de fútbol por día. Todos los días, sin descanso ni cuarentenas.

Y en 2021 no fue un año mejor. La plataforma de Mapbiomas para Bolivia, que provee los datos más actualizados y fidedignos, reveló que la deforestación y conversión en la nación sudamericana alcanzó niveles históricos. En todo el país se perdieron 380.249 ha de bosque y 259.002 ha de ecosistemas no boscosos. En otras palabras, se perdieron cerca de 639.251 ha de naturaleza, el equivalente a una sexta parte de la superficie del departamento sureño de Tarija. La deforestación y conversión ocurrida en 2021 representa el 33,4% de la consumada en conjunto los cinco años previos.

El lado oscuro también está representado por los incendios forestales que cada año llegan puntuales para arrasar con millones de hectáreas de selva; por la contaminación de los ríos amazónicos donde operan cientos de empresas mineras ilegales, cuyos deshechos de mercurio viajan por las venas de los habitantes de por lo menos una treintena de comunidades indígenas que se alimentan de los peces que también están envenenados; por el narcotráfico que oculta sus fábricas de cocaína entre los árboles frondosos y donde también abren pistas clandestinas; por los proyectos que amenazan con la construcción de represas y por las acciones de autoridades que —lejos de acompañar la lucha por la protección de selva— se ensañan contra los guardianes que, dotados de una conexión íntima con la tierra, el aire y el agua, se resisten a doblegarse ante las fuerzas oscuras que amenazan su morada sagrada.

Contaminación

El día ha empezado con buen pie en Rurrebaque. Como casi siempre. En esta población del departamento de Beni, en el norte de Bolivia, las jornadas suelen pasar sin contratiempos, a pesar de que las aguas del río Beni, que surcan por su orilla, están contaminadas. Cargan en sus aguas oscuras el metal pesado del mercurio.

En la investigación realizada por encargo de la Central de Pueblos Indígenas de La Paz (CPILAP) se asegura que los vecinos de 30 comunidades indígenas que viven a orilla del río Beni y de otros afluentes tienen un nivel de mercurio en el cuerpo que supera el límite permitido por la Organización Mundial de la Salud.

Alex Villca Limaco sabía de esta realidad, mucho antes de que ese estudio saliera a la luz en junio pasado. Lo dijo en muchas oportunidades. Cada vez que podía. A pesar de que hablar la verdad le había provocado días amargos, sabía que la defensa del medioambiente requería un esfuerzo arduo y dedicación constante. Significaba exponer su integridad física y la de su familia y a los miembros de San José de Uchumiamonas, una comunidad entre montañas y ríos, dentro del Madidi, el parque nacional más biodiverso del mundo, de casi 19.000 km2, al oeste de departamento de La Paz.

Ahora, el cuerpo moreno de Alex está sentado ante una vegetación exuberante en Rurrenabaque, donde vive. Su pensamiento deambula por la manada de sus ideas. Su voz, que suena como un clarín, no llama a la guerra, sino a la resistencia pacífica para frenar los ataques a la Amazonía.

La cruzada de Alex no ha estado exenta de amenazas. Ha sentido la desacreditación y la estigmatización. A pesar de las dificultades, ha encontrado apoyo en su familia cercana, quienes comprenden la importancia de su lucha y lo respaldan en su tarea de defender los derechos individuales y colectivos.

“El 2022 hubo alrededor de 200 amenazas registradas a nivel nacional. En Bolivia no existe un observatorio que monitoree esta realidad”, dice.

En ningún lugar está registrado —por ejemplo— que Alex Villca Limaco fue víctima de ataques a través de una página web que “alguien” creó para dañar su imagen, para decir que era  un oportunista.

Cada vez que él se oponía a las operaciones mineras en la cuenca del río Beni y sus afluentes, a la piratería de madera dentro del Madidi, y a la construcción de represas, le atormentan con mensajes en las redes sociales intentando dañar su imagen, las amenazas también sufren los guardaparques por parte de los cooperativistas mineros.

En este punto vital del norte Amazónico, él no es el único que entrega sus días y sus noches a la defensa de la selva.

Ruth Alipaz Cuqui camina con un ave con las alas extendidas, como si estuviera a punto de alzar vuelo. Esa estela de libertad y firmeza como un viento amazónico también la proyecta cuando habla:

—En 2015 el Gobierno firmó un convenio para la realización de un estudio para la construcción de las hidroeléctricas en la zona del Chepete y del Bala, sobre el río Beni. Eso despertó mi preocupación. Junto a otros defensores del medioambiente, me uní a la Mancomunidad de Comunidades Indígenas de los Ríos Beni, Tuichi y Quiquibey, que ha liderado la lucha contra estas hidroeléctricas.

La defensa del Madidi y sus recursos naturales no ha sido fácil para Ruth Alipaz. Ha enfrentado constantes amenazas por parte de los intereses económicos ligados a la explotación de la madera y las actividades mineras.

Pero el mayor daño que ha recibido de los mineros, es el mercurio con el que sacan oro de los ríos amazónicos y que ella ahora tiene metido en el cuerpo. A través de análisis clínicos realizados por la Coordinadora Nacional de Defensa de los Territorios Indígenas Originarios Campesinos y Áreas Protegidas (CONTIOCAP), descubrió que la mayoría de los pueblos indígenas que habitan en o cerca del parque Madidi están contaminados con altos niveles del metal pesado.

En esta lucha titánica destaca también la figura de Marcos Uzquiano, un guardaparques que hace 46 años nació en San Buena Ventura, una población que se encuentra en el bosque tropical del departamento de La Paz.

Marcos Uzquiano soñaba con convertirse en jaguar (Panthera Onca) desde temprana edad. Acompañado de su abuela, quien le revelaba los secretos de una pócima mágica, exploraba el campo en busca de hojas con el color del “tigre”. Con el deseo de proteger al gran felino de América y espantar a los cazadores, Marcos anhelaba transformarse en uno de ellos. Sin embargo, a pesar de sus intentos de encarnación, la fórmula nunca funcionó.

Con el paso del tiempo, Marcos creció y se convirtió en guardaparque. Desde su posición de director del Parque Nacional Madidi (antes de que el Gobierno lo mueva a otro lugar, presionado por las empresas mineras), logró hacer realidad el sueño de su infancia: se dedica a investigar y proteger a los jaguares que están siendo cazados por traficantes, atraídos por la alta demanda de sus colmillos en China.

Marcos ha adquirido un profundo conocimiento del lenguaje de la selva a lo largo de sus más de 20 años trabajando en el Servicio Nacional de Áreas Protegidas (Sernap). Durante ese tiempo, ha tenido muchos encuentros con jaguares, aquellos felinos que de niño conocía como tigres.

El sector minero ha sido uno de los principales actores que ha ejercido presión sobre él, poniendo en peligro su vida y su estabilidad laboral. La situación llegó a un punto crítico cuando los mineros ilegales presionaron al Gobierno boliviano para que Marcos fuera trasladado del Parque Nacional Madidi. Al final, no solo lograron que lo saquen del Parque Madidi y lo envíen a la Reserva de la Biósfera Estación Biológica del Beni, sino, incluso, uno de los mineros a los que él reclamó y combatió le inició un proceso judicial por difamación y calumnia. 

El amedrentamiento a Uzquiano también se ha dado en el ámbito institucional. El Servicio Nacional de Áreas Protegidas inició un proceso interno en su contra, acusándolo de una supuesta falta cometida en 2020.  Él está seguro que estas acusaciones son una represalia por su labor incansable en la defensa de la Amazonía.

A pesar de los obstáculos y amenazas, Uzquiano se ha mantenido firme en su compromiso con la protección de la naturaleza.

A veces, cuando uno lo ve solo con la luz de la luna en el monte, es posible percibir su mirada felina, agazapada sobre algún tronco de la realidad, atento para impedir que el mal se trepe por las ramas de los árboles; o bien, curándose las heridas que va acumulando en su cruzada por hacer visible a la Amazonía boliviana y sus problemas que no descansan. 

Uzquiano no es un luchador aislado. Otros defensores sufren su propio infierno en los lugares donde han hecho su propio cuartel de lucha.

Bosque seco

En la comunidad indígena chiquitana de Porvenir, dentro del Área Protegida Municipal del Bajo Paraguá (983.006 ha hectáreas dentro del departamento de Santa Cruz), se encuentra Maida Peña, una ferviente defensora de la Amazonía boliviana. Su dedicación la ha llevado a enfrentar numerosos problemas en su búsqueda por preservar uno de los tesoros más preciados de nuestro planeta: el bosque seco chiquitano.

El bosque seco chiquitano se despliega majestuosamente como una ecorregión que abarca gran parte de Bolivia, especialmente el departamento de Santa Cruz, y se extiende sutilmente hacia el norte de Paraguay y el oeste de Brasil. Con más de 24 millones de hectáreas, es el tesoro de un bosque seco tropical único en el mundo. Sus ciclos de seis meses de lluvia y seis meses de sequía lo dotan de una singularidad en su biodiversidad, pero también lo convierten en una joya sumamente delicada.

Maida es testigo de cómo la salud de los pueblos indígenas de tierras bajas se ha visto amenazada y desprotegida. Sus palabras, llenas de preocupación, explican cómo la soledad en la que se encuentran los indígenas los ha llevado a enfrentar una serie de desafíos: la escasez de agua en la región ha alcanzado niveles alarmantes, afectando gravemente la vida de las comunidades que dependen de los ríos.

Maida sabe que no tan lejos de Porvenir, en comunidades como Miraflores, donde el agua que se extrae de los bolsones profundos de la tierra—literalmente— ya se vende, como se vende el pan y la gasolina. Así, poco a poco se van instaurando los surtidores privados de agua para intentar saciar la sed que los bosques —que son los generadores naturales de las lluvias— ya no pueden calmar, porque muchos bosques ya no están. Fueron arrancados a la mala por los dientes metálicos de la deforestación o por las lenguas de fuego de los incendios forestales que, año tras año, no dan tregua y cada vez anticipan sus llegadas, empuñando sus cargamentos de destrucción.

Maida no solo lucha por la preservación del bosque, sino también por la supervivencia de otro pueblo indígena, el Guarasugwe, que se enfrenta a la amenaza de la extinción y la pérdida de sus sabidurías ancestrales.

Maida Peña ha denunciado que los narcotraficantes la han presionado para que renuncie al cargo de cacique de Porvenir, desde donde los combatía con firmeza. A pesar de las dificultades, ella dice que siente una paz interior que solo puede atribuir a la protección divina que ha recibido. Aunque se sienta enjaulada en su propia casa y limitada en sus acciones, ha dicho que su determinación sigue intacta.

Su última lucha es lograr que el Gobierno coloque trancas en el camino de tierra de más de 200 km que avanzan hacia las puertas del Parque Nacional Noel Kempff Mercado, con el fin de poder controlar el tráfico de motorizados que esté relacionado con las actividades ilegales. 

Deforestación

Piso Firme es la puerta de entrada al Parque Nacional Noel Kempff Mercado. En una casa que está a orillas del río Paraguá, se encuentra Hortensia Gómez, la cacique chiquitana que con sus manos grandes cubre sus oídos para espantar los ruidos atronadores cuando los deforestadores tumban árboles sin que exista poder humano o estatal que los detenga. Aunque este rincón de la Amazonía boliviana es un paraíso para quienes viven aquí, para Hortensia también es un recordatorio constante de las amenazas y los desafíos que enfrenta como defensora del medioambiente, porque las actividades ilegales de las que ella habla con mucha prudencia hacen que viva en un constante vilo.

Hortensia quiere que sea eterno este lugar de ensueño, con paisajes de postal a orillas del río Paraguá que kilómetros más allá desemboca en el río Itenez o Guaporé que Bolivia comparte con Brasil. Sin embargo, en medio de tanta belleza, Hortensia es consciente de las amenazas que acechan a esta región. El avasallamiento de tierras protegidas, por parte de colonos que tienen afinidad con el Gobierno, es una de las principales preocupaciones, ya que la falta de respeto a la Amazonía pone en peligro la flora, la fauna y la paz de las comunidades indígenas.

El proyecto de construcción de una carretera desde Santa Rosa de la Roca hasta Piso Firme, de 254 km, es motivo de tristeza y preocupación para Hortensia. Aunque comprende la necesidad del asfalto, también teme las consecuencias negativas que esto pueda acarrear, como el aumento de los avasallamientos y el daño a la flora y fauna local.

Yuracaré

Roycer Herbi, un indígena amazónico de la etnia yuracaré, es un joven de 25 años con una visión aguda y certera. Su mirada de águila nunca falla, y puede divisar, a larga distancia, el vientre biodiverso del río Sécure como si fuera uno más de los seres que habitan sus aguas diáfanas y cristalinas, consideradas una de las más transparentes del mundo.

El Tipnis es un lugar privilegiado en el planeta, ha sido descrito como “la selva más hermosa del mundo” por el naturista y expedicionista francés Alcides D’Orbigny, quien exploró Bolivia entre 1830 y 1833. Y, sin duda, D’Orbigny no se equivocó al usar esas palabras para describir esta impresionante región amazónica. El Tipnis abarca un área protegida de 1.236.296 hectáreas, casi el doble de la extensión de la ciudad de San Pablo, Brasil. Es un parque nacional desde el 22 de noviembre de 1965 y un territorio indígena desde el 24 de septiembre de 1990. Esta vasta extensión alberga una gran cantidad de vida, convirtiéndolo en una de las áreas protegidas con mayor biodiversidad del mundo, después del Parque Nacional Madidi.

Los indígenas yuracarés, tsimanes, moxeños y trinitarios saben que los títulos de Parque Nacional y Territorio Indígena son fundamentales, pero no suficientes para proteger este territorio vital para ellos. Son conscientes de que sus enemigos nunca descansan y que el bosque es una joya constantemente codiciada. También saben que la parte norte del Tipnis es uno de los pocos lugares casi intactos en el continente sudamericano. La exuberante vegetación contribuye al equilibrio ambiental del planeta y cualquier daño que ocurra aquí afectará directamente a las comunidades indígenas, privándolas de hogar, alimentos, ríos, árboles, lluvias y futuros días felices..

Por eso, Roycer ha hecho del teléfono celular la extensión de sus sentidos. No lo utiliza para llamar ni conectarse a redes sociales, sino para sacar fotografías y para documentar todo lo que ocurre dentro del Tipnis, ya sean cosas bellas o algún desastre ambiental del que a él nunca le gustaría ser testigo, pero que cree necesario registrar para que el mundo lo sepa.

Esta crónica es parte del especial “La Amazonía invisible y sus guardianes que no se rinden” que elaboró la Revista Nómadas, con el apoyo del Amazon Rainforest Journalism Fund en alianza con el Pulitzer Center.


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