Julio está siendo un mes calentito para el Sol y sus CME (siglas de Eyección de Masa Coronal), gigantescas nubes de plasma y campo magnético que salen despedidas desde la estrella. Las probabilidades de que choquen contra la atmósfera terrestre son de 12% cada década.
Los eventos solares se estrenaron en 2022 con una inesperada erupción solar dirigida hacia la atmósfera de La Tierra, que el 30 de enero dejó fritos a 40 de los 49 flamantes satélites que Starlink había lanzado a órbita días antes. Desde entonces, la NASA no ha dejado de avisar en su sistema de alertas sobre clima espacial de explosiones, tormentas magnéticas y otras monerías que sabe hacer el astro rey. Como un cañón de fuego –de 250 000 km de largo y 25000 km de profundidad– que se formó el pasado 12 de julio y expele enormes filamentos de plasma que pueden provocar interferencias geomagnéticas en nuestro planeta.
O como AR3055, que es como han bautizado los científicos a una mancha solar masiva –más de 10 000 kilómetros de diámetro– surgida el 11 de julio. Según la NASA, su tamaño podría provocar una llamarada solar de clase M (la más potente, solo superada por las de clase X). Estas manchas son regiones del Sol donde la temperatura es más baja –por eso se ven de color oscuro–, caldo de cultivo de campos magnéticos inestables. «Es aquí donde se producen las explosiones», nos explica Héctor Socas, investigador del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC).
Un mes calentito
Julio ha sido un mes calentito para el Sol y sus CME (siglas de Eyección de Masa Coronal), gigantescas nubes de plasma y campo magnético que salen despedidas desde la estrella y se pierden en el espacio o chocan contra la Tierra, según sople el viento solar. Y es que estamos acercándonos al máximo apogeo de la actividad solar, que sigue ciclos de 11 años: el pico será en 2025.
«En algún momento, tal vez el año que viene, quizá dentro de décadas, el cielo entero se volverá rojo mientras una miriada de partículas de alta energía del Sol choca con el campo magnético de la Tierra y la atmósfera. Como resultado, los transformadores eléctricos, los teléfonos e internet quedarán inoperativos durante años», escribía la semana pasada Michael Byers, codirector del Instituto del Espacio Exterior de Canadá y profesor de la Universidad de Columbia Británica. Según este experto, la probabilidad de que ocurra es de un 12% cada década.
Si, en el peor de los casos, una llamarada solar de clase X –el evento explosivo más intenso que existe en nuestro sistema solar, a partir de energía magnética liberada por las manchas solares– llegara a la Tierra, las personas no saldríamos ardiendo ni se prenderían fuego nuestras casas, no, en eso todos los expertos están de acuerdo. Pero puede pasar algo casi tan temible: además de interrumpirse las comunicaciones, «el metro y otros trenes eléctricos se dejarían de funcionar. Los semáforos se apagarían. Las bombas que hacen que podamos servirnos gasolina en las estaciones de servicio fallarían. Las estaciones de bombeo y tratamiento de agua, también. Tras unos días, los generadores de emergencia de los hospitales se quedarían sin combustible», dice Byers.
Sin electricidad llega el caos
Un ensayo fue lo que ocurrió en Quebec en marzo de 1989, cuando una eyección de plasma solar produjo una sobrecarga en el tendido eléctrico canadiense y dejó sin abastecimiento eléctrico a 6 millones de personas durante nueve horas. Diez veces más potente fue la llamarada solar que sacudió la Tierra en 1859, conocida como evento Carrington por el nombre del astrónomo inglés que la detectó, que provocó auroras boreales en latitudes tan bajas como Madrid o Cuba, cortes de electricidad e incendios en instalaciones de telégrafos europeas y americanas. Pero eso fue hace 160 años.
¿Qué podemos hacer para prevenirlo?
Precisamente, el problema es que «todavía no tenemos herramientas para predecirlo con antelación. Lo único que se puede hacer hoy es observar la estrella mediante telescopios y, si se produce una erupción que despida plasma hacia la Tierra, calcular cuánto tardará en llegar, algo que llevaría entre uno o dos días«, señala Socas. En opinión de Byers, la clave está en preparar «un sistema de emergencia que permita apagar en cuestión de horas satélites, transformadores y redes de fibra óptica para dejarlos en «modo seguro», en cuanto recibamos una alerta».